Escrito por: Lina Munar
En Colombia estaba su familia, pero en Colombia también estaba el pasado. Por eso Ángela solo visitaba una vez al año y por eso regresar a su vida en Austria era agridulce. Mientras espera a que hagan el llamado para abordar el vuelo juguetea con su cabello; se pregunta si debe cortarlo un poco al llegar.
Llevar el cabello largo nunca fue fácil, no mientras vivió en su pueblo caqueteño. Se lo empezó a dejar crecer a los catorce, poco después de empezar a tomar las hormonas para la transición. A esa edad la reclutó la guerrilla. Eso significó esconderse, tratar de deshacer los cambios. Como hombre, tiene que ser hombre, le advirtieron sus hermanos, si no, allá la matan. Desde que se la llevaron, tuvo que fingir ser lo que no quería. Ropa holgada para cubrir los pechos incipientes, gorra para esconder el cabello largo. Los comandantes nunca le dijeron nada, pero seguro se dieron cuenta de que era diferente a los demás. Tal vez por eso la pusieron a lavar, a cocinar y a servir la comida en vez de raspar coca. Eran trabajos más clementes, sin duda, pero el miedo era el mismo. Dentro o fuera de la cocina, cualquier error podía ser fatal.
Alguien sí se dio cuenta. La señora. ¿Cómo se llamaba la señora? No recordaba el nombre, pero todavía pensaba en ella con cariño. A ella también le hacía los oficios caseros, pero ella sí había notado que, a pesar de actuar como uno, Ángela no era un hombre como los demás. Por eso, la señora no preguntó nada cuando Ángela le dijo que se iba. En cambio, le regaló diez mil pesos. Ay, me da miedo que de pronto te pase algo, dijo la señora, porque son muchas horas de camino. Quince horas, fueron quince horas de camino.
Lo que Dios quiera, le respondió Ángela antes de irse.
Mientras se desenreda el cabello con los dedos, Ángela revisa con la mirada que el pasaporte siga en su bolso. Ahí está, justo donde lo dejó. No quiere perderlo de vista.
Eran pocos los que conseguían escapar y eran incluso menos los que decidían volver al lugar del que habían escapado. Cuando regresó a su pueblo, los paramilitares habían reemplazado a la guerrilla. El pueblo amanecía con muertos sobre la calle. Los mataban, los destrozaban y los dejaban ahí, donde cayeran. Ángela no salía de la casa, le habían prometido que la matarían si llegaba a hacerlo. No habría salido si no se hubiera acabado la leña. Tenía dieciséis años, había empezado a usar ropa que le marcaba el cuerpo y aretes. Llevaba el cabello largo y rubio.
Oiga, ¿usted por qué no se corta ese pelo?
Ángela iba por el puente cuando le gritaron. Cuatro hombres armados en un taxi. Ah, porque no tengo plata, les respondió. ¿No tiene plata? Venga pa’cá. La metieron al taxi, le arrancaron los aretes y sacaron un cuchillo. Le jalaron el cabello y empezaron a cortárselo a tajos, una tras otra. La trasquilaron. No la queremos ver más por acá. Si la veo, la mato, marica.
Ángela duró un mes sin poder salir de la casa. Estuviste con suerte, le dijo una amiga después, porque te iban a matar. Le contó a Ángela que, ese mismo día, los hombres del taxi lo habían dicho. Habría podido ser un cuerpo más, la habrían dejado botada en la calle, en donde cayera. Pero no.
Por fin llaman a abordar. Ángela mira el mechón de cabello entre sus dedos. El corte puede esperar. Quiere dejarlo crecer más. Sí, dejárselo largo, tan largo como quiera. Largo siempre se le ha visto muy bien.