—Me voy porque mi marido debe estar por ahí buscándome.
Con eso Yarledy salió hacia su casa. Tomó el camino que pasaba por Safari y notó que la discoteca estaba cerrada. Entre semana Safari cerraba a las doce. Eran las nueve. Afuera había una multitud.
Hay un muerto, pensó Yarledy.
Intentó mirar quién podría ser, pero se detuvo. No, mejor no ir por allá. Retomó el camino a casa, pero una corazonada se le quedó atorada en la garganta. Con cada paso se hacía más difícil ignorarla, apretaba más, no dejaba que el aire pasara. En casa no estaba su marido, solo estaba doña Elvia, la dueña de la casa.
—¿Jhon no me ha venido a buscar? — preguntó Yarledy.
Doña Elvia respondió que no. Yarledy sintió cómo se le estrechaba la garanta, el aire no entraba, solo salía.
Nosotros por acá no queremos maricas, Jhon. Tal vez eran esas las palabras que le oprimían la garganta. Palabras ajenas, palabras que los habían obligado a salir de Solita a Puerto Rico.
Llegó el esposo de doña Elvia, el sepulturero de Puerto Rico.
—Ole, Pinina —le dijo a Yarledy—, vaya recoja su marido que allá lo dejaron tirado en la Safari.
Ella lo miró. Él hacía chistes así, chanzas sombrías.
—No joda —le respondió—. No es verdad.
—Vaya a verlo.
Fue un tiro en la sien. Entró por un lado y salió por el otro.
Encontró a Jhon bocabajo, a dos metros de la mesa en la que todavía había media caja de aguardiente sin terminar. Al verlo, Yarledy se quedó sin aliento. El aire no entraba, no salía, en su pecho no había nada, no quedaba nada.
—Todo el día le dieron trago dos muchachos —dijo el agente de policía—, no sabemos quiénes eran. Por ahí pasaban al baño, a lo último uno le puso la mano en el hombro, sacó el revólver y le pegó el tiro. Se fueron en moto.
En Solita los guerrilleros le habían dicho marica a Jhon por enamorarse de una travesti sin operar. Los habían obligado a huir de Solita, a dejarlo todo. Yarledy, no le queremos matar a su marido, a su pareja, había dicho el comandante. Le damos dos días para que se vaya de este pueblo, para que usted no tenga ese dolor. Les habían hecho caso, se habían ido y aun así…
—Señora, usted es la pareja, ¿cierto? —dijo el agente—. Nos lo vamos a llevar a la morgue, pero mañana puede visitarlo.
Se llevaron el cuerpo. Lo montaron a un carro y se lo llevaron. Yarledy salió de la discoteca, dio un par de pasos y se sentó en una piedra cercana. Sintió que el pecho se le iba a estallar. Rompió a llorar. Se habían ido de Solita, habían vivido sin molestar a nadie como cualquier otra pareja, se habían amado. Al final no había hecho una diferencia.
La primera vez que Jhon la bsó, Yarledy estaba terminando un corte. Alguien la cogió por detrás y con cuidado le volvió la cara. Jhon le dio un beso en los labios y le preguntó si quería tomar algo. Invitó a todas las de la peluquería a cerveza y los dos pasaron el resto de la tarde juntos.
Se habían amado.
Se habían amado y, al final, eso había hecho toda la diferencia.