Hablar con Nikita Simonne Dupuis-Vargas Latorre es hablar del cuerpo. El cuerpo que se construye, que goza y desea, que tiene heridas y memoria, que produce conocimiento. El cuerpo —los cuerpos— transmasculinos latinoamericanos que, como él escribió en el prólogo del libro Travesías: memorias de personas transmasculinas en Bogotá, publicado por el Instituto Caro y Cuervo en 2021, son “bellos ejercicios artesanales” que “se forjan en los detalles de la vida cotidiana”. Nikita está ahí, risueño y entusiasta, en su casa en la localidad de Kennedy, cerca del Portal de la Resistencia. Bogotano, 42 años, comunicador social y periodista, con una maestría en Investigación en Problemas Sociales Contemporáneos, artista, activista y referente de las transmasculinidades. Referente: alguien a quien otros hombres trans le deben la decisión de haber iniciado su tránsito. Un padre.
Nikita dice que su tesis de maestría se trata precisamente de eso: de pensar los estudios trans latinoamericanos desde la artesanía, por fuera de categorías farmacopornográficas. “Como somos cuerpos que han sido empobrecidos, ante la falta de recursos biomédicos y tecnológicos hemos tenido la potencia de la creatividad y el ingenio y nos hemos construido como artesanía”. Sus respuestas son amplias, didácticas y con frecuencia van y vienen de la teoría a la anécdota. Agrega que la artesanía se hace con elementos cotidianos. “Lo cotidiano es la faja que mi primo dejó el día que se rompió el brazo y con eso me fajé las tetas”. Ese saber del día a día se transmite de manera oral entre pares. “A través de la oralidad nos enteramos de tecnologías, de chismecitos: ‘Oiga, un amigo se hizo esto’. Lo más lindo de la oralidad y del chisme es que no hay autor, pero sí un vínculo. Entonces el cuerpo artesanal trans es un cuerpo construido en la cotidianidad, en la oralidad y a partir del afecto”.
Dupuis-Vargas suele hablar en colectivo, desde un nosotros, y ahora se presenta así: “Este cuerpo está hecho por mis amigos, a punta de chismes de mis amigos. Es lo más tangible del mundo y yo ahí veo la belleza”.
Las etapas de su vida podrían definirse a partir de las preguntas que se ha hecho en cada una. Algunas están resueltas y otras aún lo rondan.
A lo largo de la entrevista se refiere a los hombres trans como una colectividad ubicada en el sur —de Bogotá y de Colombia— con una agenda a veces articulada con la de la población LGBTIQ+ como cuando en 2015 el movimiento logró la expedición del Decreto 1227 que permitió a las personas trans cambiar el componente sexo en su documento de identidad. Pero para él los hombres trans, sobre todo, han trazado un camino propio. La abolición del servicio militar obligatorio, la salud mental y el rechazo a la patologización forzada han sido luchas abanderadas por ellos, dice Nikita. “Y luego asuntos como el extractivismo epistémico y la instrumentalización académica porque somos una partida de ñoños muy aburridos y muy poco exóticos, la verdad”, y se ríe.
Todo empezó en 2008. ¿Es así? Sí y no. Por supuesto en 2008 ya había hombres trans y transmasculinidades en Colombia. Que fueran invisibilizados por la sociedad hegemónica o poco llamativos para quienes buscan el exotismo en las personas trans es distinto. Su presencia en colectivos LGBTIQ+ y feministas no eran ninguna novedad y negarlo es borrar la historia. Sin embargo, en 2008 sí hubo una convergencia. Se creó Entre Tránsitos, la primera colectiva de hombres trans en el país porque, a su vez, como parte del encuentro de la OEA que se realizó en Medellín ese año, Michel Riquelme, activista trans no binarie chilene, hizo una ponencia. “Y yo siento que la presencia de Michel Riquelme lo que produjo en las transmasculinidades que estábamos regadas en otras colectivas fue decir: ‘Es necesario un escenario político que hable de nosotros y de nuestras agendas’”, recuerda Nikita.
En su opinión, a diferencia de otras organizaciones transmasculinas en el mundo, Entre Tránsitos se nutrió de un diálogo constante con grupos de masculinidades disidentes. Una alianza entre hombres cis y trans que hoy perdura en torno a la pregunta por ser un hombre y cómo ese hombre puede convertirse en un constructor de paz. Por eso ambos activismos se han encontrado en las localidades de San Cristóbal y Rafael Uribe Uribe, populares y racializadas al sur de Bogotá, donde la fuerza pública recluta y perfila a los jóvenes.
“Mucha, mucha gente pasó por Entre Tránsitos que fue una escuela de nuevas colectivas”, dice Nikita. Él estuvo allí seis años y después se trasladó al colectivo Hombres en Desorden donde sucedió la coincidencia —“la diosidencia, como dice un amigo mío cristiano”— de que a sus integrantes les llamaba la atención la pedagogía. Tras haber pasado por la academia y aun cuando sus inquietudes están unidas a lo teórico, lo que a Nikita lo moviliza es un aprendizaje alternativo que contribuya a la justicia social. La calle como escuela. “La calle, el parche, el equipo de fútbol. Entonces en el colectivo empezamos a explorar e identificar la herida que nos había producido que las transmasculinidades tuvieran relevancia solo cuando eran instrumentalizadas, exotizadas y extractivizadas en los espacios académicos”.
No, respondía Nikita cuando trabajaba en un centro comunitario del distrito para personas trans en la localidad de Los Mártires y estudiantes universitarios acudían a él como puente para realizar trabajos académicos sobre la población trans. No y no. “Nunca se preguntaban por las agendas genuinas de las personas trans. A mí eso me aumentaba el dolor en la herida”. Nikita enfatiza que lo suyo no es la ternura, ni la compasión, sino la rabia de la que habla la filósofa Laura Quintana.
Con la rabia como combustible sus nuevas preguntas fueron: ¿Cómo construir conocimiento desde el saber popular y los temas importantes para las transmasculinidades? ¿Cómo llevar ese conocimiento a la academia si caer en lógicas utilitarias ni tener que educar al mundo cisgénero con un muñequito de jengibre? ¿Cómo no esperar autorización para sentarse en un debate, sino plantear el debate sin más? “Sí —lanza Nikita— tengo mi ego. Me llaman de la Universidad Nacional: ‘Queremos hacer una charla’. ‘Listo, te mando un documento que escribí porque yo no voy contar mi vida. Mi vida ya la conté, pero necesito que me leas porque si tú no me lees, no me estás viendo como una figura legítima del saber, sino como el testimonio y yo hace mucho tiempo pasé de ser el testimonio”.
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Hacia 2009 Nikita era profesor en un colegio, pero renunció y pasó a trabajar en la política pública LGBT de Bogotá. Mientras eso ocurría —y aquí vuelven las diosidencias— la compañía Mapa Teatro inició una investigación en la que concluyó que el patrimonio inmaterial de las personas LGBTIQ+ era el drag, la expresión performática de la identidad de género. Aunque graduado de Comunicación Social y Periodismo, Nikita estuvo a punto de estudiar Artes Escénicas y ha realizado danza contemporánea, con mayor o menor asiduidad, siempre poniendo el cuerpo. “En el momento en el que me hacía la pregunta vital por mi tránsito estaba haciendo drag king. Luego dije: ‘Listo, hagámosle al tránsito’ con muchos miedos, muchas dudas, porque el mundo es hostil y hacerse el tránsito en edad adulta genera preguntas distintas. Con su drag king Nikita se burlaba de la masculinidad tradicional, la mariqueaba. Se vinculó al proyecto de Mapa Teatro y durante un tiempo hizo una interpretación subversiva del cantante mexicano Pedrito Fernández. En esa época, recuerda, aparecieron panfletos de amenaza contra liderazgos LGBTIQ+: “Fueron años muy complejos y yo me preguntaba cómo podría el cuerpo trans resguardar la memoria de las personas que no estaban”. Gracias al performance, su inquietud se dirigió al trauma.
Nikita ya había abordado el tema en su tesis de maestría que le tomó 12 años de investigación y a la que define como las memorias de su activismo. La tesis tiene dos partes. Hacerse cuerpo habla de los hombres trans nacidos en Bogotá en los años 80 que construyeron su identidad de género a partir de la corporalidad. A la segunda, titulada Prácticas de captura, la explica así: “Son las instituciones diciendo: ‘No, papito, usted no se manda solo’, y produciendo mucha violencia”. Una de las personas a las que entrevistó fue un chico trans que cada vez que usaba bermudas sufría ataques de ansiedad. Tras varias conversaciones, ambos dedujeron que el largo de las bermudas era el mismo de la falda del colegio que el chico había sido obligado a usar. Por eso no resistía el roce en la rodilla. El trauma estaba ahí, en su cuerpo.
“Empecé a explorar la memoria háptica, es decir, la que está en la textura de la piel que da cuenta de traumas muy profundos”, anota Nikita. “Y cómo muchas personas trans que comparten un trauma pueden convertirse en una comunidad afectiva. Nos encontramos en el dolor, por así decirlo, el dolor que queda impreso en el cuerpo”.
El cuerpo, la calle, la creatividad, la colaboración y el afecto son los lazos que unen a los hombres trans con los que Nikita se ha vinculado. Primero en Entre Tránsitos y luego en Hombres en Desorden, ellos, que jugaban fútbol —ahora baloncesto—, veían películas, leían cómics y contaban chistes, fueron edificando un universo para aprender y producir conocimiento. Lo hicieron como podían, sacando tiempo de alguna parte y con dinero de sus bolsillos porque, como dice Nikita, las transmasculinidades no reciben financiación.
En Hombres en Desorden convocaron a la Red Distrital de Mujeres Ciegas y Nikita puso su cuerpo, el de un hombre con tetas y barba, como elemento pedagógico. También grabaron con sus celulares la película La venganza de los Transvengers en la que el Capitán Testo, un tipo de perfil impecable, acude a una entrevista de trabajo y Supermán, de recursos humanos, le explica que no puede contratarlo porque no tiene libreta militar. Nikita recuerda que con la película hacían talleres de objeción de conciencia e imposta la voz de un narrador: “Este pudo haber sido el mejor superhéroe y salvar al planeta Tierra, pero… ¡No tenía documento!”.
Era 2012 y el grupo gozaba con esas acciones. El gozo: el lugar desde el que el activismo transmasculino maniobra. “Yo creo que a la mayoría de los hombres trans, con toda la transfobia y el cissexismo que hemos experimentado, no nos encausa una narrativa victimista. Si no hay gozo, no lo hacemos. Y es que ante escenarios hostiles solo nos tenemos a nosotros”, dice Nikita, que, quizás impulsado por la pregunta colectiva que siempre ha interesado a las transmasculinidades —¿cómo ser un hombre constructor de paz?— fue investigador en la Comisión de la Verdad durante dos años. Para él lo más poderoso del capítulo LGBTIQ+ del Informe Final fue complejizar la participación de la sociedad civil en el conflicto armado. No se refiere a empresas o empresarios cuestionados sino a los padres y madres que entregaron a sus hijes a un grupo armado para que les corrigieran la maricada. A los curas que elaboraron listas con los nombres de hombres gays y mujeres lesbianas y se las pasaron a los paramilitares de las AUC.
“Las personas LGBT no vivíamos en el paraíso cuando llegaron los grupos armados. Yo creo que el posconflicto se ha vendido como que hay que regresar a eso bueno que fuimos, pero nunca existió el estado ideal de paz para una persona trans”. La entrevista está por terminar y del otro lado de la pantalla aparece un gato muy grande de pelo largo llamado Praxis. Praxis se deja cargar, parsimonioso, y después maúlla suave. “Tengo un hijo sufriendo”, le habla Nikita. “Es un gran bebé. Ay pobrecito, me va a demandar por alimentos”. Entonces agrega que un verdadero posconflicto será una novedad que habrá que inventar. Que para las personas trans ese posconflicto debe encaminarse a una cotidianidad digna. No a cosas enormes y estruendosas, solo a esa, sencilla, aunque esquiva: un día a día sin miedo. Cuando ocurra, el cuerpo de las personas trans estará ahí.