En los momentos de mayor oscuridad, una luz. No cualquier luz, sino la luz que protege su cabeza, la luz más poderosa. La luz sobre Sharok cuando se accidentó en moto. También cuando decidió ir al médico tras tres días de un dolor de cabeza que no paraba. La misma luz cuando entró al hospital en el que cambiaría su vida. 

“Cuál hospital, si a mí los hospitales no me gustan”, fue lo que respondió el día del accidente para no dañarle la fiesta a sus compañeros.  Pero lo que pensó que era guayabo al día siguiente, se convirtió en un dolor cada vez más fuerte. En el hospital la remitieron a Antioquia para que la revisara un especialista. Sharok, con la luz sobre su cabeza, no dejaba de orar. 

“Salir de la selva en la que crecí fue un cambio drástico a todo lo que ya había normalizado”. El viaje valió la pena. Por primera vez, un doctor la trató diferente: “Me preguntó que cómo quería ser llamada y era algo que nunca me había pasado porque de dónde yo vengo siempre te discriminan. No hay cultura, ni respeto”.

El mismo médico que estuvo con ella durante su proceso de recuperación, le recomendó un internista y este la remitió a un endocrino. Y al ritmo de sus oraciones que le recordaba que la luz de dios estaba siempre con ella, esos doctores le ayudaron a descubrirse y dar el siguiente paso: su tránsito. En la clínica Somer de Rionegro empezó su proceso. “Hasta ese momento, créame, yo no sabía lo que era la identidad de género, no lo tenía muy claro”. 

Desde ese momento, Sharok contó con el apoyo de sus amigas Violeta y Sandra Ayala, que no la dejaron perder la fe. Ellas fueron otra forma de la luz para que no se rindiera. Ya luego, más adelante, se encontró con María Victoria, una madre adoptiva con quien sea han soñado un Quibdó en el que puedan vivir felices y dignas: “Ahí entra María Victoria a apoyarme, o sea, que ya contaba con apoyo jurídico de Defensoría del Pueblo y el apoyo psicosocial de Latidos Chocó en cabeza de ella”.

Los desafíos que superó despertaron en ella una necesidad de querer ayudar a otras mujeres trans de su territorio que vivían la misma situación. Además, había evidenciado que algunas se automedicaban y tuvieron complicaciones al punto de perder la vida. Ahí Sharok empezó la ruta del activismo. 

El primer paso fue plantearse cómo sería una ruta segura para acceder al derecho a la salud para las personas LGBTIQ+. Y luego construirla. Para entonces, Sharok estudiaba trabajo social y su plan era articularse con la Secretaría de Salud municipal porque “no existe una ruta y ellos no tienen el conocimiento de cómo se puede implementar”.  

Y aunque por múltiples obstáculos ese plan no se ha materializado, eso no frenó a Sharok. Las experiencias individuales empezaron a integrarse con las necesidades colectivas y su fuerza interna la llevó a participar de otros procesos: acompañaba a las personas con experiencia de vida trans a ir al médico, asesoraba en el cambio de nombre y componente de sexo en los documentos de identidad, ofrecía palabras de aliento, similares a las que ella misma había recibido años atrás. Sharok estaba en cada espacio que podía para velar por el derecho a la identidad. 

Ahí apareció Colombia Diversa, recuerda, con el proyecto Tejiendo Puentes, una iniciativa que busca reducir la brecha histórica entre la comunidad religiosa y la población diversa. Es decir, un proyecto que se propone, justamente, demostrar lo que Sharok sabe desde hace tantos años: no tiene que haber distancia entre las personas LGBTIQ+ y la religión: “Fue como una señal divina, una luz en el medio del camino para que como personas diversas podamos vivir nuestra espiritualidad en el territorio”.

Para ella, criada en un hogar cristiano evangélico, fue tenso en un principio. Gracias a los procesos de capacitación y formación en cabeza de Colombia Diversa, pudo fortalecer sus herramientas emocionales para conversaciones difíciles y “reconocer que históricamente han utilizado un lenguaje discriminatorio, un discurso excluyente y que no estaba bien”. Esto le dio el músculo inicial para llevar la batuta con la que se propiciaron espacios que antes fueran impensados, pero que ahora reivindicaban su derecho a la libertad religiosa.

“Siempre me hicieron sentir que estaba fuera de lo normal, porque estamos en un entorno satanizado. Pero si Dios permitía esto, no podía ser un error: ‘porque donde hay dos o tres que en mi nombre estén, ahí estaré’”, dice Sharok. Y con esto en mente, visitó iglesias con las cuatro mujeres trans que hacen parte de Tejiendo Puentes y ratificaron el objetivo claro de hacer parte de una iglesia “diversa, una iglesia inclusiva y propia de la comunidad donde podamos reunirnos, vivir esa espiritualidad. Conectarnos con Dios de manera segura y ser esas personas creyentes, devotas y que no se pierda eso que culturalmente llevamos en nuestra sangre, en nuestra raíz”.

Sharok considera que allí se empezó a abrir un camino para vivir ese derecho, aunque aún con un importante obstáculo: siguen sin poder ir a la iglesia. La comunidad religiosa aún conserva una postura muy clara que no les permite participar del espacio.  Así que Sharok tuvo otro sueño: estudiar teología y así tener más conocimientos que construyeran, junto a otras personas LGBTIQ+, un lugar en el que la luz sobre sus cabezas ilumine sin miedo.

A Sharok las conversaciones sobre la espiritualidad la llevan a pensar en la paz, en la posibilidad aún lejana de una sociedad que reconozca sus derechos. Hoy el panorama de la violencia es peor y que la firma del Acuerdo aún no se traduce en cambios significativos. “Para la muestra un botón –dice y se señala–. Mire en dónde me encuentro en estos momentos. No estoy ni siquiera en Quibdó por el mismo ejercicio del liderazgo y el activismo. Tuve que desplazarme. Estoy en tierra ajena, como dice uno. En un territorio que no es mi tierra por todo este proceso del aumento de la disidencia”. 

Sin embargo, Sharok resiste, mantiene su liderazgo. Un proceso arduo en un escenario hostil que se le ha facilitado gracias a la red que ha tejido con quienes la acompañan.