Margarita hala la manga de la camisa para cubrir las marcas. No le gusta la forma en que la gente se le queda mirando. Susurran, dicen que son granos, chunche. Nunca sospechan que esas marcas que le recorren los brazos, la espalda y la nariz son cicatrices. Nunca lo explica. No tienen derecho a suponer, pero tampoco tienen derecho a la verdad.
Kevin la mira. Su sobrino nota el gesto, pero no dice nada. Margarita le había dicho que las marcas eran secuelas de la varicela. Él era un niño cuando preguntó por primera vez, pero ahora, con trece años, parecía sospechar que había otra historia detrás, una mucho más dolorosa a juzgar por los gestos nerviosos de su tía. Margarita se pregunta si es hora de contársela. Ella era solo un año mayor cuando le abrieron las heridas que cargaría para siempre en la piel.
¿Por dónde podría empezar? ¿Sol y Luna? De la discoteca en Bucheli no quedaba nada, solo un muro con pintura desgastada sepultado por el monte. Tal vez comenzaría con Nesler, de quién no se volvió a saber nada. O quizás con Rocho. Probablemente con Rocho. Margarita tenía catorce años cuando el tipo llegó al salón, iba siempre escoltado por cuatro hombres, todos de civil, pero eran de la guerrilla. Quizás Rocho era un comandante. Iba al salón solo para hablar con Margarita.
Tal vez sería mejor empezar con el reinado. Reinado maricas y travestis, dijo Nesler, hay plata pa’ todos. Rocho le había dado una buena tajada a Nesler para reclutarlas, y consiguió siete participantes, ocho con Margarita. Las llevaron a Sol y Luna. Margarita notó que las puertas de las casas vecinas estaban cerradas, los bombillos apagados. La discoteca también estaba cerrada. Rocho mandó a traer al dueño, lo sacaron de la cama en calzoncillos para que abriera. Margarita buscó a Nesler; él las iba a llevar de regreso a Tumaco, pero el tipo ya se había ido. Las había dejado solas.
No me la vayan a tocar a ella, Rocho advirtió a los demás guerrilleros, porque ella es mía. Había unos sesenta, más, setenta guerrilleros. Margarita y las demás desfilaron en bikini, ellos se alborotaron, las tocaron, las manosearon. Alrededor de las dos de la mañana les empezaron a halar el cabello y las manos, les quitaron las pelucas, les dieron patadas y golpes. Y después Rocho la arrastró a la parte de atrás de la discoteca, entre los plátanos. Yo primero me la como a ella, ustedes verán después qué hacen.
En ese punto, Margarita tendría que pedirle a Kevin paciencia. Su tía se repetiría al hablar, las oraciones se le enredarían, se entorpecerían y habría que recurrir a gestos, descripciones, razones, señas, porque no se han inventado palabras para contar algo así. Y ojalá nunca se inventen, le diría a su sobrino, ojalá nadie nunca tenga que volver a buscarlas. Rocho fue el primero. Margarita sintió la sangre tibia deslizándose por su piel. Llegaron más hombres, varios al tiempo, uno tras otro, un dolor continuo. Patadas, golpes, gritos. El tiempo se deshizo. Sin principio, sin final. Oyó gritos, los suyos, los de sus compañeras, imposible distinguirlos, todos pedían lo mismo: que pararan. Amarraron a Margarita a una de las palmas para que las hormigas le recorrieran el cuerpo y le enterraran sus mandíbulas en la piel. Estuvo amarrada hasta las cinco de la mañana. Una quería morir, otra respondió: agradece que no nos mataron.
Si nos hubieran matado sí habría sido peor. Eso le diría a Kevin. ¿Quién más nos va a contar? No es una historia triste, le diría ella, yo seguí, yo viví. La historia triste es la de ellos, los que nunca aprendieron a amar. Margarita suspira. Será difícil, será doloroso, quitar una a una las costras que le han dejado los años de silencio; volverá a sangrar, pero un día lo hará. Le contará todo. Nunca ha permitido que sus cicatrices hablen por ella.